Al oír que comienza el ritual de la pooja nos apresuramos en dejar los zapatos en la entrada del templo y en comprar unas flores de loto para dar como ofrenda. Comienza a anochecer y, a lo lejos, entre los nubarrones, se divisan algunos relámpagos.
Cuando termina la música y la danza, iniciamos una larga cola que nos acercará cada vez más al relicario, que solamente se abre durante unos instantes al día. Al llegar nuestro turno, sin embargo, la rapidez obligada y la presión de los que nos siguen hará que solamente intuyamos vagamente su interior.
En el pequeño recinto donde nos encontramos hay algunas personas vestidas con túnica blanca, otras murmullando una plegaria en un rincón y una mayoría de turistas, todos impacientes. Los que no hacen cola toman fotos desde la lejanía, asomando de puntillas la cabeza y haciéndose lugar entre los demás para tratar de ver algo.
Visitamos los lugares como si todo fueran museos y nos olvidamos a menudo que allí hay que gente que trata de llevar a cabo su vida cotidiana. Abarrotamos los espacios ignorando lo que significan para aquellos a quienes les pertenecen, mientras les observamos tras nuestras cámaras como si estuviéramos en el zoo.
Ha pasado más de una hora desde que entramos y decidimos salir para dar un paseo tranquilamente, rodeando el templo y disfrutando de la iluminación nocturna. Detrás de una fuente, en un rincón de la esplanada que rodea el templo, nos llama la atención una pequeña habitación acristalada, donde unos pocos cingaleses se reúnen para prender una luz en el interior de unos recipientes de barro repletos de aceite.
Al poco de entrar, todavía abrumados por el calor y la belleza del lugar, un señor de unos cincuenta años nos llama haciendo un gesto con la mano para que le acompañemos y, después de prender fuego a la mecha, nos ofrece una vela para que la encendamos. Todavía hipnotizados, sin decir ni una palabra, el señor nos ofrece unas barritas de incienso y nos indica que le sigamoshacia fuera del recinto, donde tras quemarlas las clavamos en la tierra de unos grandes recipientes.
Sonriente, se despide juntando las palmas de las manos y nosotros le damos las gracias emocionados, devolviéndole el gesto mientras su silueta se pierde entre la oscuridad de la noche. Lejos de la multitud y del fervor religioso, sumidos en el silencio, entiendo el significado profundo de la palabra ofrecer.
Y, mientras volvemos lentamente a recoger nuestros zapatos, siento como se me empañan los ojos de gratitud.
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