Cómo terminan los viajes
Cómo terminan los viajes
Nunca sé cómo terminar los viajes. Me abruman el cúmulo de emociones, el revoltijo de recuerdos y vivencias, todas las palabras volviendo tan de repente que no consigo entenderlas. Ahora, además, con tantas circunstancias para mí excepcionales, las aristas se acentúan y, de nuevo, pero más que nunca, no sé cómo acabar esta experiencia. Y es que viajar no es sólo moverse de un lado a otro, no es tan sólo visitar otros lugares y conocer otras realidades, no es nada más encontrarse con gente y hechos extraordinarios. Viajar es también, y sobre todo, exponerse a la incertidumbre, enchilarse las heridas, arrojarse al abismo de uno mismo.
Ya no sé cuál es mi lugar, y mucho menos desde que nos despedimos en el aeropuerto; ellos de regreso a dónde solíamos volver todos, y yo quedándome aquí, en este nuevo país que no sé si ya me corresponde. Aunque sigo teniendo en mí algo de todos los lugares en que he vivido, a días siento que ya no pertenezco demasiado a ninguno de ellos, que se fueron diluyendo los lazos con el paso de los recuerdos. Y ahora, en este no-lugar, el ideal romántico del nómada, sin fronteras, sin rumbo y sin hogar, a pesar de mantener su irresistible encanto literario, ya no me parece tan maravilloso como hace unas horas y los peros me ciegan demasiado. Se terminan, aunque no sepa cómo, muchas semanas vagando por este inmenso país, llenas de infinidad de colores, tan lejos y tan cerca de mi mundo. Nunca había estado tanto tiempo lejos de mi centro de gravidez, ni tampoco éste había tenido jamás tan pocos meses de vigencia como ahora. Qué extraño además no regresar de un viaje a mi lugar de siempre, que nada más llegar vaya a mudarme de casa y a empezar de nuevo la rutina, el orden de los días, la clara separación entre la noche y el día. El silencio y la nostalgia del finalizar de otros viajes me inundan ahora con especial profundidad en esta sala de espera, atacando desde los abismos. De repente, desde que se marcharon todos, me siento solo y esta enorme ciudad se ha vuelto inmensa, inabarcable. Es únicamente cuestión de percepción, lo sé, pero a pesar de ello todo me parece igualmente extraño. Reconozco, como en un sueño, algunos de sus detalles y rincones, dentro de un espacio inexplicablemente conocido y a la vez desconocido, mientras la gente que me rodea va volviéndose cada vez más lejana y la música se tiñe de acordes menores. Vuelven a acosarme los pensamientos desestructurados, irrumpiendo con irreverencia en mis intentos de centrarme en este presente. Maleducados, se cuelan aprovechando las brechas de mi distracción, evocando aquellos debates sobre el espacio personal, las manías cotidianas, la convivencia y las risas sobre culos imperialistas en una pequeña tienda de acampar. El dolor de espalda y el poco descanso reflejado en las escasas fotografías que me dejé tomar, y en las que sin embargo aparezco feliz. Los debates y discusiones sobre el amor y el desamor en el Valle de Urique y en el albergue de Zacatecas, un día agradablemente lluvioso y frío. Las caídas ridículas y lo raro que fue verse otra vez después de jugar durante un mes a evitar los innumerables espejos que fuimos encontrando a nuestro paso. Y busco los cajones mentales donde ordenador todo, y dudo si clasificarlo por el lugar, según el clima, siguiendo el calendario o teniendo en cuenta las personas que me acompañaron. Y reviso las notas escritas durante el viaje y de nada me sirven, pues todo me arroya sin piedad y se desparraman los recuerdos por el suelo, como páginas sin enumerar.


